martes, 28 de abril de 2015

Proyecciones filosóficas del surrealismo

Nada más disuasorio que un libro llamado Foucault Deleuze. Pero cuando el libro se subtitula Nouvelles impressions du surréalisme, al menos pica el aguijón de la curiosidad. Y cuando resulta que el autor es Georges Sebbag, ya la lectura se convierte en preceptiva, máxime si consideramos que estaremos ante una de las varias continuaciones que permitía su magistral Potence avec paratonnerre. Philosophie du surréalisme, aparecida en 2012. (De hecho, en la última nota de dicha obra, el propio Sebbag señalaba que el tratamiento de esta temática permitía un prolongamiento “en el cual se apelaría sobre todo a Salvador Dalí, Georges Bataille, Ferdinand Alquié, Jacques Lacan, Gilles Deleuze y Michel Foucault”).
Philosophie du surréalisme estudiaba el proyecto filosófico de Aragon y Breton, muchas veces descuidado en aras de los aspectos poéticos, políticos y sobre todo artísticos que han tendido a privilegiarse en los estudios del surrealismo: “Ahora bien, la revolución surrealista del espíritu se ha realizado plenamente. Ha inventado conceptos –automatismo psíquico puro, azar objetivo, tiempo sin hilo, collagismo. Ha conducido experiencias nuevas –escritura automática, relato de sueño, deambulación urbana, juegos, encuestas.”
La idea de buscar un paralelo entre el tándem Aragon/Breton y el que formaron Deleuze y Foucault peca quizás de descuidar las diferencias e insistir en las semejanzas. Georges Sebbag, cuya avidez y audacia de pensamiento, en los años 60, no pueden cuestionarse, se sintió atraído por las novedades más importantes de la época, y, así, por ejemplo, fue de los que señalaron entonces la valía enorme de la obra de Gombrowicz, en lo que coincidió con Jorge Camacho, y también de los que mejor interpretaron el cine de Antonioni. Una década después, en cambio, para mí el surrealismo fue, entre otras muchas cosas, un antídoto contra el estructuralismo en general, y en particular contra los Deleuze, Foucault, Derrida, Lacan, Barthes, Playnet, Sollers, Kristeva... De toda aquella enorme marea de pedantería y pretenciosidad puramente universitaria (que culminó en Tel Quel), solo recuerdo positivamente el Kafka de Deleuze y Guattari y la Historia de la locura de Foucault, y negativamente todo el resto, incluidos el Lautréamont de Pleynet y el ensayo de Foucault sobre Roussel, obras que sin embargo parecían llamadas a interesarme. Pero todo esto es otra historia, que en nada concierne a un libro caracterizado por la fuerza, la densidad y la penetración, y que aporta una perspectiva nueva sobre muchos aspectos y cuestiones. Téngase en cuenta que en el último grupo en torno a Breton, Sebbag era su cabeza más filosófica, aparte el veterano Gérard Legrand, quien no podía mostrarse tan abierto como Sebbag a las corrientes que entonces emergían.
Afortunadamente, la nueva obra de Sebbag, como de él que es, no se ciñe al título, y está llena de líneas de fuga en un encadenamiento libre de reflexiones. El primer capítulo –“Aragon & Breton, un proyecto filosófico”– sirve de enlace con Surréalisme et philosophie, tratando la cuestión Dadá/Surrealismo y en los inicios del surrealismo señalando su preocupación moral y la reacción contra el reinante materialismo “oficial” –de políticos y periodistas– que los llevó a unir el antimaterialismo al antirrealismo y a interesarse por Berkeley, entre otras consecuencias abriéndose a la fundacional pintura metafísica de Chirico.
“La pintura animada del soñador surrealista” es un capítulo estupendo, donde Sebbag enumera, entre 1919 y 1937, doce momentos claves en las investigaciones oníricas del surrealismo, para luego detenerse en la influencia sobre el surrealismo de la “filosofía durmiente” de Diderot (con el sueño de d’Alembert), de la “pintura animada del sueño” de Grandville y de las deliciosas experimentaciones de Hervey de Saint-Denys, todo ello luego objeto de las teorías de Bergson. Aragon, en Une vague de rêves, afirmará que los sueños anotados por Breton “por primera vez desde que el mundo es mundo, guardan en el relato el carácter del sueño”, lo que, si no es del todo cierto, sí que apunta a lo esencial, como esencial es que los surrealistas, a diferencia de Freud, se interesen más por el contenido manifiesto que por el latente: “El relato de sueño se basta a sí mismo. Describe una acción, un espacio, una atmósfera. Equivale a un capítulo de novela o a secuencias de películas. El sueño se manifiesta plenamente en su contenido manifiesto, No hay ninguna necesidad de descifrarlo. La interpretación psicoanalítica parece superflua. No estamos ni en el reino de la lógica ni en el de la moral. Entramos en el mundo de lo enigmático donde las revelaciones se suceden sin que se pueda asignarles un fin, como en la pintura de Chirico. Más aún, el sueño acarrea una lógica durmiente, una ficción durmiente, una ciencia durmiente. Lo enigmático es una ciencia sin solución”. A la vez que desarrollan una filosofía del sueño, los surrealistas, cuando relatan sus sueños, “hacen saltar las imágenes y los objetos, hacen danzar el tiempo y el lenguaje”. Este estudio del surrealismo y el sueño –donde no falta la referencia a la asociación que hizo André Breton de la estrella negra del sueño, en el juego de Marsella, con la película It’s a bird de Charley Bowers (hoy felizmente asequible en dvd), el Astu de Nietzsche y el Baou de Rimbaud– concluye con otra enumeración, en este caso de los siete postulados del sueño. Doce y siete: los números mágicos por excelencia.
Un capítulo sin duda inesperado es el dedicado en seguida a Heidegger, ya que, a juicio de Sebbag, para comprender mejor al filósofo alemán, “parece necesario situar Ser y tiempo en el contexto futurista y el ambiente surrealista”, a causa de su relación con la velocidad tecnológica y lo “poco de realidad”. Esto lleva a buscar a su vez aquello que futuristas y surrealistas deben a Alfred Jarry, objeto del capítulo cuarto: “Las carreras inmóviles de Alfred Jarry”.
El capítulo quinto ya introduce a Deleuze y Guattari, quienes coinciden con las especulaciones de Jarry. Ambos amigos, considera Sebbag, trabajan al modo de Breton y Soupault, manejan el automatismo psíquico puro y rechazan la interpretación freudiana de los sueños, y hasta Deleuze “ha adoptado la práctica collagista dadá-surrealista”. Debe recordarse que, en el n. 2 de L’Archibras, o sea en octubre de 1967, Sebbag publicaba el artículo “Imaginación helada”, sobre el estudio que Deleuze había hecho de la obra novelística de Sacher Masoch. Unos pocos años antes, concretamente en 1964, había publicado en la revista Alethéia un primerizo artículo sobre Roussel en que citaba a Breton, a Ferry y a Brunius, y también, polemizando algo con él, a Foucault. Hablamos de hace medio siglo, lo que revela la solidez y constancia de sus preocupaciones esenciales.
La reivindicación que Georges Sebbag y Emmanuel Guigon han hecho de Grandville, se continúa en el capítulo sexto del libro, para en el séptimo entrar ya con Roussel y su concepto de “doublure” (doble del teatro o el cine, pero también forro interior de una prenda), a través de cada una de sus obras, con sus dobles teatrales, fílmicos, fonéticos y semánticos, pero también con sus objetos, aquí enumerados, y la relación con el poema-objeto de Breton “Je vois, j’imagine”; objetos como la famosa galleta-estrella de Flammarion, de la que ya hemos hablado aquí.
Foucault, que con Deleuze elaboró la filosofía de la repetición y la diferencia, es el “doublure” de Roussel en el capítulo octavo, donde la relación con Brisset y Wolfson ocupa un importante subcapítulo, ya que, en 1970, Deleuze prefació a Wolfson y Foucault a Brisset. Los surrealistas, como es bien sabido, asociaron la figura de Brisset a la de Roussel, y Sebbag aquí aborda de este esas dos obras geniales que son La gramática lógica y La ciencia de Dios.
En Vingt mille lieues sous les mots, Raymond Roussel, Annie Le Brun señalaba con acierto cómo lo que había hecho Foucault era reducir y ocultar el “fuego que consume a Roussel”, sustituyéndolo por “un maniquí que habla para ilustrar a voluntad toda tesis sobre la autonomía del lenguaje”, y rechazando así ver “a qué tinieblas se arriesga Roussel”; con anterioridad, en un artículo de 1992, Annie Le Brun, al referirse a Foucault y sus émulos de los años 60 (y denunciar el exorbitante predominio de la teoría a que se asistía en aquella época), desvelaba, con respecto a Roussel, la intención de “reducir a una aventura del lenguaje esa vida que se compromete en la más loca caza a las instancias del ser”. No veo otra explicación a mi rechazo entonces de los estudios de Foucault sobre Roussel, que en principio tanto debían interesarme, pero que más bien parecían hacer bueno el consejo de Jean Ferry: no debía prestarse a Roussel, ya que se haría un mal uso de él. Yo no creo que Foucault haya intentado “renovar” el surrealismo, ni mucho menos que lo haya conseguido. Y si es cierto que, al morir Breton, dijo de él que “era nuestro Goethe”, eso me suena más bien a insulto.
En el capítulo noveno, Sebbag considera que la Historia de la locura completaba tres búsquedas del surrealismo: la filosofía del sueño, la Antología del humor negro (con sus varios loquinarios) y la propia relación con el tema, inherente al surrealismo; a su vez, indudablemente, los surrealistas habían preparado el terreno para esta obra. Al Foucault recordar la locura de Hölderlin, Nerval, Nietzsche, Van Gogh y Artaud, señala en este último la importancia de la “ausencia de obra”, lo que hace a Sebbag dirigirse a otro hombre de ausencias: Jacques Vaché, que él enlaza finamente con Jacques el fatalista, conduciéndole este, a su vez, al sobrino de Rameau, quien, en efecto, anunciaba a otro de los grandes del trío terrible del primer surrealismo: Arthur Cravan (el tercero, claro está, es Jacques Rigaut).
Ya a estas alturas, Sebbag puede afirmar, en el capítulo décimo, que tanto Deleuze como Foucault adoptan la mayor parte de los intríngulis del proyecto filosófico del surrealismo.
El capítulo siguiente muestra a Foucault acercando, en un coloquio, las novelas telquelianas y las teorías de Sollers a las experiencias surrealistas, pero la diferencia radical la aporta el mismo Sebbag: la bandera de lo “ficticio” nada tiene que ver con “el pabellón negro de la imaginación”.
“El acontecimiento puro” es el título del capítulo doce, donde Sebbag trata la aproximación que Maurice Blanchot hizo de Breton a Bataille, así como la Lógica del sentido de Deleuze, concretamente el estudio que este hace del “acontecimiento” de Jöe Bousquet, como podía haber elegido, tal señala Sebbag, el de Brauner con Domínguez.
Tras la entrada de Derrida y Lacan en el capítulo trece, Georges Sebbag aún se guarda un as en la manga, ya que el capítulo último se dedica al dúo Luca/Trost. En 1972, como es sabido, Deleuze descubre a Luca, a quien proclama “el más grande poeta francés”, y hasta se pone en contacto con él. Luca, en Anfítrite. Movimientos supertaumatúrgicos y no edipianos, homenajea La aventura de los objetos de Camille Bryen, que ha fotografiado Raoul Ubac, y esto vale a Sebbag para introducir aquella extraordinaria profundización que, en el Bucarest de 1945 a 1947, Luca y Trost hacen de “las nociones fundamentales del surrealismo: el automatismo, el sueño, el azar objetivo, el amor pasión, los objetos”. En particular la exploración que Trost hace del fenómeno onírico adquiere un valor excepcional en la historia del surrealismo, lo que nos remite a las primeras páginas de estas Nouvelles impressions du surréalisme. A Deleuze le interesa la crítica del psicoanálisis, que forma parte de la reflexión de Luca y Trost, pero a la vez muestra Sebbag cómo él y Guattari esquivan señalar o reconocer el surrealismo (evidentemente, incuestionable) de Luca y Trost (del mismo modo, advertirá Sebbag en un “paréntesis” de las conclusiones, Foucault, Deleuze, Guattari, Derrida y Tel Quel esquivarán señalar el surrealismo de Artaud). También, en los últimos párrafos de este excelente capítulo final, rechaza la calificación que Deleuze y Guattari hacen de un supuesto “antimaquinismo humanista” en el surrealismo (ya que, por ejemplo, “el surrealismo, campeón del automatismo, cuenta en sus rangos tanto con Duchamp, Picabia y Man Ray como con Brauner, Luca y Trost”).
Estamos, en fin, ante un trabajo sólido y sugerente, que arroja nuevas perspectivas sobre la proyección filosófica del surrealismo y que a la vez se envereda por aparentes digresiones que pueden hasta resultar más jugosas que las indagaciones del propio paradigma central del libro.