miércoles, 29 de octubre de 2014

Molinos, olas... y más salinas

Molinos del Cadaval y Alcainça

Hace ahora ochenta años, al recorrer la provincia de Lisboa, Pina de Morais, en el primer tomo de la Guia de Portugal iniciada por Raúl Proença, llamaba la atención sobre una curiosidad insólita de los molinos de viento, que entonces hacían girar sus aspas un poco por todas partes:
“Una inmensidad de molinos de viento puntúan de blanco las cimas de casi todas las elevaciones, sobre todo de las más regularmente cónicas y de situación más abierta al viento del mar. Lo más interesante, y lo que llena el silencio de las sierras de una música extraña, es que los molineros, para tener compañía, ponen buzios y cántaros regionales en las maderas del velamen, alineados como tubos de flauta, y el molino muele y canta... No sabemos cómo los poetas no celebraron aún esta música bárbara que se despide de las alturas y trae las voces del mar al medio de la tierra”.
Esta es en efecto, una de las sorpresas que al viajero en pos de lo maravilloso le depara la tierra portuguesa en la citada provincia y en la colindante del Alentejo. Aún tuve yo ocasión no solo de sentarme a la sombra de muchos de esos molinos, sino de deparar con tres que estaban en plena actividad –y, en efecto, vaya “música bárbara”, fruto del azar, que hace pensar en un equivalente más moderno de las arpas eólicas, aunque también, por antitética desgracia, en esos horrendos molinos eólicos de nuestro tiempo “ecológico”, estandarizados, criminales de la fauna y destructores de la belleza serrana, y entronizados, además, a la gloria del frenesí consumista.
Miguel de Carvalho, en una de sus excursiones fuera del Cabo Mondego y las calles tortuosas de Coimbra, vivió la sublime experiencia de estos molinos sureños en las tierras del Baixo Alentejo. El “poema vivido”, Do vento coagulado no pano, es objeto de una pequeña publicación artesanal en Debout sur l’Oeuf, y viene acompañado de una fotografía de las aspas llenas de cántaros de barro (“cantarinhas”: preciosa designación, ya que ellas son las que hacen al molino “cantar”).
Los cántaros eran a veces de lata o de caña, pero lo que importaba era que, al pasar el viento que accionaba las velas de lino, funcionaran como instrumentos de soplo con las respectivas cajas de resonancia, produciendo una tonada peculiar y continua, que acompañaba la rotación de las velas. Las jarras, en forma de calabaza, son de diferentes características, y al igual que los “canudos” a que van amarradas, las hacen los alfareros de la región, que las venden en las ferias o según el encargo del molinero. El orden en que se colocan es decreciente, y a medida que más hay, el jaleo musical es mayor, recordándome a mí desde el primer momento el sonido de los sintetizadores, por ejemplo el que podía escucharse en los primeros discos de Tangerine Dream o en algunos pasajes de la música de King Crimson. En la obra capital sobre los molinos de Portugal, Ernesto Veiga de Oliveira –maestro de la etnografía lusitana– reconoce que “a la luz de los conocimientos actuales, el origen, naturaleza, finalidad real de este elemento constituye un problema difícil de aclarar”. Sobre una supuesta naturaleza ritual, los molineros nada saben, señalando que el motivo es lúdico o funcional: “una tonada que les llena las largas horas solitarias que se pasan en el molino, y que al mismo tiempo les advierte de la intensidad del viento, y por eso, muchas veces, escogen cuidadosamente los diferentes calibres de esos elementos, de manera que puedan obtener el sonido más acorde con su gusto y sensibilidad”.
¡Admirable! Y sin que a la vez me recuerde a los campesinos que untaban ciertas partes de las ruedas de sus carros con aceite y manteca, o restregaban con agua o limón el eje, generalmente de roble, para que el carro cantara, existiendo los dichos de que “carro que canta, o seu dono avança” y “quem seu carro unta seus bois ajuda”, así como las cantigas siguientes: “Quem quiser que o carro cante, / molha-lhe o eixo no rio. / Depois do eixo molhado, / canta como um assobio”; “Couções d’amieiro, / apoladouras de giesta, / eixo de nogueira, / todo o caminho é uma festa”. En un libro sobre la población de Alvarenga, António Dias Madureira afirmaba por otro lado que las campanitas de los bueyes eran también “un modo intuitivo del campesino participar, con sus animales, en la gran melodía proporcionada por los sonidos de la naturaleza”, mostrando, además, cómo acababan convirtiéndose en amuletos. Pero el sonido inefable de los carros aún lo pude escuchar yo en algunas montañas de Portugal, ya que en esas lejanías poco efecto tuvieron las normativas de la burguesía (la mayor productora de ruidos horrendos y torturadores de la historia de la humanidad) para que los campesinos enjabonaran las ruedas de los carros, porque hacían demasiado ruido al entrar en las ciudades...


El 26 de septiembre de 1991, entre Santiago dos Velhos y la aldea A do Mourão (La de Mourão, como había otra que se llamaba A dos Loucos, o sea La de los Locos, que tan solo por el nombre ya merecía una visita), encaminé mis pasos hacia su molino en funcionamiento, y hasta departí con el molinero, un verdadero artista, que el mismo interior del molino había aderezado tan tosca como bellamente. Tenía el molino también su gallo de veleta y las argollas para las cabalgaduras, pero lo glorioso era aquel zumbido de las alturas. “La naturaleza es un arpa eólica”, dijo Novalis, pero yo preferí corregirlo aquel día y pensar que la naturaleza es realmente un molino de búzios. Recordemos también la idea daliniana de crear un “órgano de la tramontana”, con el viento penetrando por los tubos que se dispondrían en las ruinas de un castillo azotado por aquellos aires frenéticos, produciéndose armonías “automáticas” siempre mudables, como ocurre con los sonidos de los molinos del oeste portugués. O el pasaje de Strindberg que abre su ensayo sobre “el azar en la creación artística”: “Se cuenta que los malayos practican orificios en las cañas de bambú que crecen en las selvas. Entonces viene el viento, y escuchan, acostados en el suelo, las sinfonías interpretadas por esas colosales arpas de Eolo. Lo singular de esto: cada uno oye su propia melodía y armonía de acuerdo a los caprichosos golpes de viento”.


El 22 de octubre de 1993, coincidí con otro en funcionamiento, cerca de la aldea de Casal do Alto da Foz. Quedaba muy cerca del mar, sus jarras estaban pintadas de verde y tenía barras rojas y tres pisos. En el interior pude ver el cuadro de una hermosura femenina antigua y varias composiciones de decoración popular hechas con postales.


Recuerdo otros muchos de estos molinos, como el que me tuvo largas horas a su sombra en la sierra de Montejunto, aunque ya desactivado, o el de Odemira, ese sí que vivo, y al que acudí nada más verlo. Cerca de Lisboa estaba también el antaño famoso Moinho do Céu (Molino del Cielo), pero ya los tiempos de miseria industrializadora no ayudaban, y en general el panorama de los molinos portugueses desde hace muchas décadas es completamente ruinoso.


Pero en el Cabo Mondego, precisamente... Deambulando por la Serra da Boa Viagem, ya rumbo al faro, di con este increíble molino orientable, en forma de triángulo isósceles con las velas en el vértice de los lados mayores, totalmente construido en madera de roble muy oscura y con ruedas graníticas que permitían hacerlo girar con una palanca, lo que me pareció algo asombroso, aunque luego tuve noticias de que el mismo sistema se daba en los molinos de la playa del Moledo, junto a la desembocadura del Miño. Mismo sistema, pero formas totalmente diferentes y siempre preciosas, ya que hasta insultante es que se llame a las torres eólicas, todas idénticas en el mundo entero, “molinos”.


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Si, como decía Pina de Morais, llegan a las alturas serranas, gracias a los cántaros de barro molineros, las voces del mar, aquí tenemos al Caminante de las salinas a la escucha de esas voces, o mejor de la voz de un Atlántico que baña las costas portuguesas y se prolonga hasta las gaditanas, donde aún consigue moler los desagües de la cloaca mediterránea. Pero nada mejor que reproducir íntegramente el texto de esta nueva entrega en las Ediciones Las Dunas, titulado Las olas convergentes:


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El paseo del Caminante por las salinas de Cádiz ha seguido sumando secuelas. Solo gracias a su comunicación sobre las salinas descubrimos que Rik Lina es un devoto, permanente admirador del exceso de belleza que las caracteriza. Y como me costaba seleccionar una de sus piezas tan inspiradas, al final he decidido ponerlas aquí todas, ya que nunca la poesía será excesiva:

Rik Lina, "Flamingo fish", 1976
Rik Lina, "Bonaire flamingos", 1978
Rik Lina, "Blue salina", 1987
Rik Lina, "Red salina", 1987
Rik Lina, "Salinas", Figueira da Foz, 2012
Rik Lina, "Salinas", Figueira da Foz, 2013

Llamo la atención sobre “Blue salina”, ya que es un montaje en tríptico, con óleo sobre lino (¿de velas de molino?), arena y acrílico sobre plástico y acrílico sobre trapo. La arena, cuyas cartas de nobleza vienen dadas por los indios navajos, y que fue usada pioneramente en el surrealismo por André Masson, como luego por Max Ernst, Alice Rahon, Jean Degottex, Georges Malkine, Joseph Cornell o Frantisek Dryje, ha sido en no pocas ocasiones uno de los materiales mágicos de que se ha valido esta figura esencial del surrealismo que es desde hace ya no pocas décadas el holandés errante Rik Lina.

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En la tabla de fiados de la taberna surrealista salinera, me he divertido imaginando algunos de los nombres que podrían ser clientes asiduos. Me extrañó no encontrar a Rik Lina (quizás porque la Cabo Mondego Section of Portuguese Surrealism tiene su propia taberna en medio de las salinas de Figueira da Foz, a dos pasos del Cabo Mondego y del molino de Quiaios, salinas que inspiraron dos de las imágenes que acabamos de ver), pero ahí están Jorge Camacho, Fernando de Azevedo, Gregg Simpson, Léo Malet, Albert Marencin, Marcel Duchamp, Alex Januário, Charlie Parker y Aleksandar Vuco.
Mi intuición viene corroborada, en lo esencial, por la presencia de M. D., o sea Marcel Duchamp, el “mercader de sal” del surrealismo, que no podía faltar en un lugar como este.