miércoles, 5 de marzo de 2014

António Cândido Franco y el surrealismo en Portugal (2)

P. Oom, Retrato de António Maria Lisboa, 1949

Una de las aportaciones claves de estas Notas para a compreensão do surrealismo em Portugal que acaba de publicar António Cândido Franco en  la Editora Licorne, es la reivindicación que hace de António Maria Lisboa, y en particular de su genial Ossóptico, que, compuesto por quince poemas, publicó en 1952. El “ossóptico” (“huesóptico”) es el ojo hueso, el ojo de la imaginación, el ojo “del otro mundo” de que estaba dotado este poeta –y es que “el equipamiento de Lisboa, heredado de experiencias anteriores, del sobrenaturalismo de Novalis y Nerval al surrealismo de Breton, pero afinado por él, es de calidad excelsa y se mostró muy adecuado a la exploración en gran extensión del continente del alma”. Corría el otoño de 1979 cuando me agencié yo en Lisboa –encuentro decisivo– los Textos de afirmação e de combate do movimento surrealista mundial, de Mário Cesariny, y ya eran los días navideños cuando deparé con un libro a la vez explosivo y sublime: Poesia de António Maria Lisboa, “establecida” por Cesariny. Explosivo, porque tanto el prólogo como las notas de Cesariny eran tan detonantes y virulentos como para obligar al editor a señalar en una nota que “no suscribe parte de las afirmaciones y acusaciones producidas en este volumen”, y en otra al director de la colección (el poeta-literato Melo e Castro) que no tiene nada que ver con él. Sublime, porque, en efecto, ahí tenía uno que vérselas con uno de los poetas más consternadores, más abismales de toda la poesía portuguesa, y que en la de su tiempo podía acercarse, como ya señalé, ni más ni menos que a un Duprey o un Rodanski (en la poesía del país vecino, solo la profundidad de Cirlot, aunque poeta demasiado sereno a su lado, se podía emparejar con la suya).
(Mucho después, en 1995, y también por Assírio & Alvim, se reeditaría la obra de António Maria Lisboa, pero sin la intervención impagable de Cesariny ni los seis poemas gráficos del poeta, por lo que el libro de 1977 sigue siendo insustituible.)
Con quien conecta António Cândido Franco Ossóptico es con una ignota obra portuguesa de 1926: A cidade do sol, “novela metafísica” de José Manuel Sarmento de Beres, uno de los fundadores, en 1922, de la Sociedad Teosófica Portugesa, y a quien trató António Maria Lisboa. Es una conexión tan sorprendente como certera, esta que hace António Cândido Franco.
Volviendo a Ruptura inaugural (panfleto publicado en las Éditions Surréalistes, del que dirá Mário Cesariny que “determinó mi adhesión plena al surrealismo”) y a la exposición del mismo año de 1947, António Cândido Franco considera que “representan en la historia del surrealismo momentos de gran significación, pasos de envergadura gigantesca, que volvieron a poner al movimiento surrealista en contacto con la ruta perdida, apartándolo de aquellos que le estaban chupando la sangre. La exploración del espíritu, el viaje por las tierras interiores, sin olvidar lo que ese viaje implicaba para la liberación social, pero ahora sin lapsus, volvía a ser el itinerario natural de un movimiento que nació para dar al mundo una nueva revolución, en un dominio solo por él presentido, y no para seguir de manos amarradas a la espalda las revoluciones de los otros, aplazando, o incluso haciendo prescribir, aquella para la que había nacido”. En realidad, no es que el surrealismo hubiera dejado aquella exploración durante los años de (relativa) sumisión marxista-leninista, pero sí que es cierto que en la fecha crucial de 1947 se asiste a una poderosa reactivación, y que es en ella donde se lanza con fuerza el surrealismo en tierras portuguesas: “El momento en que Cesariny capta París, a los 24 años, es de los más cristalinos; solo tiene paralelo, e incluso así a distancia, dado el verdor del propósito inicial, con lo que ocurre en 1924”. Nace pues el surrealismo portugués “de uno de los raros picos del surrealismo en general”, lo que evidentemente replantea el tópico de su “nacimiento tardío”, en lo que este tópico busca de convertirlo en epigonal, operación constante que la crítica académica aplica a innumerables casos del surrealismo. Muy finamente señala luego António Cândido Franco, con respecto a António Maria Lisboa, que este desde luego no esperaba nada del marxismo-leninismo, y ni siquiera del anarquismo en tanto movimiento, tradición o historia, sino de la anarquía, que es muy diferente.
Siguiendo con António Maria Lisboa, el capítulo 22 aborda la relación con otro nombre del surrealismo portugués, Fernando Alves dos Santos, cuya obra reunió Perfecto E. Cuadrado en 2005 y en la que se señala la presencia, como en Lisboa (y en Risques Pereira), de esa saudade objeto de la reflexión constante de Teixeira de Pascoaes. El capítulo siguiente es a Cruzeiro Seixas a quien trae a colación, considerado como el artista plástico portugués en quien mejor se plasma el “modelo interior”. Y en un ensayo como este, tan libre, pasamos ahora –capítulo 24– a un inesperado título: “Violette Nozières y el Rey Ghob”, este un tal Francisco Leitão, criminal que saltó a las noticias lusitanas hace un par de años y que llamó la atención de Cruzeiro Seixas por la arquitectura “comestible” de su casa. Cruzeiro Seixas se interesó por esta historia porque mostraba, señala António Cândido Franco, “que tales seres podían dar salida diferente a su Yo arcaico en caso de que hubieran tenido desde la infancia una educación diferente, y no aquella que prepara para la competencia desenfrenada en torno al dinero, y que exige la formación de un Yo social sofocante y exclusivo”, o sea, “en caso de que le hubiesen dicho o mostrado que, aparte la dicotomía entre la censura y el acto de satisfacción inmediata de los deseos primitivos y originales, los más imperiosos en estos casos de absoluta indisolubilidad del Yo arcaico, existía un tercer término, el de la representación simbólica, capaz de conciliar con eficacia las dos vías”. El Yo social, como expresa más adelante António Cândido Franco, es sustituido por el Yo arcaico en el automatismo psíquico, “dictado, como expresión del pensamiento real, desnudo y crudo, sin intromisión de factores exteriores, distantes o próximos”.
Al final de esta apasionante obra, vuelve a ocuparse su autor del contexto en que surgió el surrealismo en Portugal, avanzando hacia los años 50, con la publicación de un libro al que da todo su crédito: L’art magique, visto como el corolario de la década anterior, y en cierto modo anunciado por las visiones del “ossóptico” lisboano. Pero sobre todo, es central su afirmación de que, “al revés de lo que se ha dicho”, la década de los 40, por el declive mediático del surrealismo (y yo añadiría que por la hostilidad de existencialistas y de estalinistas –incluida la de los surrealistas que persistían en conciliar el pútrido comunismo soviético con el surrealismo), si es que no a causa de él, “significó para el surrealismo un paso adelante y representó para el surgimiento del surrealismo en Portugal un humus de excepcional valor”. António Cândido Franco llega a afirmar que un surrealismo surgido allí en los años 30, con su “materialismo dialéctico” a cuestas, no hubiera hecho posible la obra irreemplazable, única, de António Maria Lisboa. Y se nos ocurre ahora mismo cotejar al surrealismo portugués con el rumano, verdaderamente fabuloso, y que coincide con él cronológicamente, para oponerlo al yugoslavo, surgido en los años 30 y en el que casi todas sus figuras, bien empapadas de materialismo dialéctico, acabaron en los brazos del mariscal Tito, un cretino y un criminal, que, cuando se publicó la obra de su futuro lacayo Marko Ristic Infamia, la calificó en la prensa de “perfidia surrealista”, añadiendo que era obra de un “amigo íntimo del trotskista y degenerado burgués parisino André Breton” (Infamia, por cierto, sería, a la vez que la denostaban Tito y otros amigos comunistas, prohibida por el gobierno fascista entonces en el poder).
Nada más obvio que la rotunda separación entre el primer grupo surrealista surgido en Portugal y el que en seguida animan Mário Cesariny y António Maria Lisboa, punta de lanza del surrealismo coetáneo, a pesar de que la época no permitiera zarpar hacia el destino internacional que solo se abrirá en los años 60 al establecer relación el primero con Sergio Lima. António Cândido Franco ofrece aquí –seguimos en el capítulo 25– unas notas sobre los avatares del surrealismo portugués posterior, con sus figuras y sus publicaciones, de las que se espera una reedición de las de carácter colectivo: Pirâmide (1959-1960) y Grifo (1970). Se vuelve al “abyeccionismo”, del que ya hemos hablado y que tanto Cruzeiro Seixas como Mário Cesariny acabaron rechazando tajantemente. La refutación que de él hace Cesariny en las notas al libro de António Maria Lisboa es perfecta, impecable, y revela lo que hay en la idea abyeccionista de rancio existencialismo. (Por pequeño despiste, se citan como de 1985 unas palabras de Cesariny afirmando que “aquí y ahora y siempre en todas partes el surrealismo no tiene nada que ver con el abyeccionismo”: realmente ya estaban en un escrito sobre Luis Buñuel, datado en 1973, y Cesariny las repite en la edición del libro de su amigo.)
Con respecto a la apertura internacional del surrealismo portugués, señala António Cândido Franco también, en Phases, el texto “Para una cronología del surrealismo en portugués”, que considera “la principal pieza historiográfica del movimiento en Portugal”. Apareció en 1973 en el n. 4 de la segunda serie de la revista de Édouard Jaguer, suntuosamente presentado.
¿Y quién estará a la altura de lo que exige António Cândido Franco para los estudiosos del surrealismo: “estudiar el surrealismo es encontrar el órgano visionario del alma”? Porque sin el “ossóptico”, “nunca habrá estudio pleno de las imágenes del surrealismo”, y “estudiar hoy el surrealismo, es la mejor respuesta al desnorte de la imagen en la sociedad actual, donde las representaciones, a causa de la banalización mercantilista, perdieron la sangre y el vigor que otrora tuvieron. Esa vitalidad fue conquistada en el momento de su nacimiento con el arte rupestre, se reforzó con el chamanismo y las primeras culturas agrícolas de tipo matriarcal, sobrevivió a la aparición de las grandes civilizaciones comerciales, estuvo viva y cumplió de forma general su función hasta el momento en que la industria cultural se aprovechó de ella. Se encuentra ahora titubeante y atontada, con aire exangüe y delgadez cadavérica. El beso de la industria fue fatal para ella; le vampirizó la savia. Es juego hollywoodense, displicente y grosero. Solo en el surrealismo y en su estudio la vitalidad original de la imagen, su llama inicial, hoy mortecina y casi apagada, vuelven a tener una hipótesis seria de resurrección”. Imposible decirlo mejor, en un libro que ha sabido ver las cosas con ese órgano visionario que es el de la verdadera poesía.