martes, 4 de febrero de 2014

Brumes Blondes y el oro del tiempo

Diez textos del almanaque Lo que será enfocan a diez nombres ya desaparecidos del surrealismo.
El primero es de Alain Joubert, sobre Jean Benoît, a quien tan bien conoció. Es una nota breve pero rica e intensa.
Sigue António Cândido Franco hablando de la poesía de Cesariny. A la vez que fustiga los tópicos simplistas sobre esa fundamental vertiente de la obra de Cesariny, propone “vivir en el interior de sus imágenes sonoras y visuales” y señala la necesidad de convertirse uno mismo en poeta surrealista a la hora de acceder a su lectura. Las últimas palabras merecen citarse: “Mário Cesariny: la ciudad de la estrella del amanecer, el círculo infinito o el azul de los tarahumara”. (António Cândido Franco acaba de publicar un ensayo de aliento extraordinario: Notas para a compreensão do surrealismo em Portugal, que comentaremos próximamente.)
Bruno Solarik se ocupa de Effenberger en tanto poeta, faceta que se conoce muy poco fuera del ámbito checo y eslovaco. Es realmente un ensayo en profundidad, sobre la evolución de la poesía y del pensamiento de una figura central, cuya obra pide a gritos una traducción al francés. La lucidez y la honestidad de Effenberger son absolutas. Nunca se engañó en la cuestión política ni se hizo las habituales falsas ilusiones, no faltando el sarcasmo hacia las ingenuidades revolucionarias que siguen surgiendo aquí y allá, o hacia actitudes como lo que llama Solarik “la adoración de la juventud rebelde” o el crecimiento desde fines de los 60 de “la hidra de la libertad de expresión” y de “la hidra de la revolución tecno-científica”. Este trabajo es una versión abreviada del estudio inserto en el postfacio del tomo segundo de las poesías de Effenberger, publicado por Torst en 2009.
En la América sureña, Enrique de Santiago reflexiona sobre la gran poesía de Enrique Gómez-Correa, o sea sobre la “poesía negra”, en un trabajo que titula “Vocales de pájaros en la poesía de Gómez-Correa”. En una figura tan visceral como Enrique de Santiago, este artículo es también una muestra de sí mismo.
De Granell habla Eugenio Castro, quien, aunque se centra en su “conciencia política”, también se adentra en el mito del Pájaro Pi, presencia en su obra a fines de los años 50, para luego reaparecer en 1988. No deja de lamentarse en los últimos años de Granell su “entrega progresiva a las instituciones culturales”, una cierta decadencia ideológica que me hizo a mí mismo distanciarme algo de él, manteniendo incólume, eso sí, la fascinación por su obra plástica y escrita y el aprecio de su personalidad incomparable.
Sobre Édouard Jaguer muchos nombres intervinieron en Infosurr al perderse una pieza esencial del tablero surrealista, y del arte contemporáneo en lo que tiene de más válido. Richard Walter vuelve sobre él, apuntando la necesidad de recopilar sus artículos teóricos. ¡Sin lugar a dudas!


Ilmar Laaban fue un bello apoyo para los jóvenes que reiniciaban en Suecia la aventura surrealista, por no decir que la iniciaban desde un punto de vista colectivo. Mattias Forshage enumera una serie de razones que hacían a algunos como Laaban no querer formar parte del grupo de André Breton, haciéndose eco de una serie de críticas que él considera bastante verdaderas algunas y verdaderas otras, aunque yo considero que ninguna tiene sentido, y que la mayoría tienen un inconfundible tufo a estalinismo, para el cual sin duda hubiera sido mejor que Breton hubiera acabado como Desnos (su prominencia no vaticinaba otra cosa) o se hubiera muerto de hambre en los Estados Unidos (ya que, como sabemos, no era un “artista”). Lo de rechazar “su interés creciente por la mitología, el ocultismo, el anarquismo o el pacifismo”, lo que hacía era retratar a quienes esgrimían esos argumentos, como estalinistas a lo Scutenaire o Nougé o como racionalistas a lo Waldberg o Caillois, y en cuanto a reprocharle la ruptura con Matta, desde hacía años podía apreciarse una involución “humanista” en la obra de un personaje que ya había dado lo mejor de sí y que de ninguna manera tenía ya abierto el “camino más dinámico”. Pensar que el Breton “revolucionario” era el de los años 20 y 30 no era sino sentir nostalgia de lo que sí puede considerarse un error garrafal: haberse puesto unos cuantos años “al servicio de la revolución”, identificándola con el partido comunista –con aquellos cretinos que lo pusieron a realizar ridículas tareas burocráticas para bajarle los humos y que lo convocaron ante cinco “comisiones de control” porque sospechaban que era “un espía burgués”, como en 1932 convocaron a Sadoul, Alexandre, Unik y Aragon para reprocharles el carácter “pornográfico” y “contrarrevolucionario” de Le Surréalisme au service de la Révolution– y con la Unión Soviética de Stalin –cuya infamia absoluta tardó en reconocer, ninguneando antes de 1935 a quienes ya daban claras pruebas de la existencia de esa infamia. Y aquí volvemos a las “ilusiones” de que hablaba Effenberger, una de las cuales, para trasladarnos a los tiempos de Laaban, encajaría bien en su discurso: la del “mundialista” Garry Davis, que no creo fuera muy difícil prever que acabaría desenmascarándose, pero que obnubiló a Breton y sus amigos durante un poco tiempo.
En muchos casos, aunque no sé si es el de Laaban, preferir Rixes o Phases a André Breton (para algunos no se trató de preferencia, sino del hecho de que el grupo de París tenía su existencia autónoma, localizada en la ciudad que habitaban) supuso precisamente evitar las posiciones radicales que, en terrenos precisamente como el político, tenían Breton y sus amigos. Hans Bellmer, en 1945, le escribía a Breton: “Usted tiene razón. Hay aquí y allí personas, a veces muy jóvenes, que le consideran como una leyenda de profeta y de intransigencia, y que le esperan. Permítame decirle que yo me encuentro entre ellos”. Y nada menos que Mário Cesariny afirmará que Rupture inaugurale, el manifiesto de 1947, “determinó mi adhesión plena al surrealismo”, incluso acudiendo a París con vistas a crear una revista surrealista portuguesa en estrecha conexión con el grupo parisino, lo que no cuajó a causa no de París sino de la imbecilidad de alguno de sus compatriotas (como el propio Cesariny me refirió en una carta).
Al margen esta digresión, Mattias Forshage ha elaborado una semblanza muy interesante de una figura no muy conocida, pero de evidente espesura poética e inventiva, con sus exploraciones del universo fonético, tan capitales y “pioneras” como las de Ghérasim Luca.
Xavier Canonne enfoca a Marcel Mariën, pero como hace poco ha salido su excepcional y monumental libro sobre él, este trabajo solo interesará a quien no lo tenga.
Más interés ofrece la descripción que hace Her de Vries de la “trayectoria aislada” de J. H. Moesman. Este texto es admirable, porque además Her de Vries polemiza tanto con el viejo discurso biempensantista como con el académico, encarnado aquí en la profesora Vovelle, experta en surrealismo belga y de otros países del Norte, y de quien yo recuerdo la indignación que me produjo verla despreciar a Moesman como un pintor “fósil”, razón por la que la llamé a ella, en Caleidoscopio surrealista, “viejo fósil universitario”. Pero ya el propio Moesman atacó su tesis doctoral, por haberlo asociado a Dalí. Dado que, al enviar, pocos años antes de morir, un cuadro a la exposición “De Van Gogh a Cobra”, un crítico habló de “impotencia” y “miedo de castración”, no extraña que Laaban afirmara poco antes de morir: “Me siento más a mi aire cuando estoy en el campo, escuchando los pájaros y viendo las flores. La libertad de que testimonian las obras de los grandes pintores surrealistas me inspira más que cualquier otra cosa”.
Last but no least, es muy de agradecer la bella evocación que Allan Graubard hace de uno de los grandes poetas del surrealismo estadounidense: Laurence Weisberg, cuya poesía fue recopilada en 2005 como ahora mismo la de uno de sus amigos, Philip Lamantia, otro personaje extraordinario del movimiento surrealista (a pesar de sus idas y venidas), y otro de los nombres que impulsarán lo que será.