miércoles, 23 de enero de 2013

Las aventuras de Guy Ducornet en los States


Aunque Guy Ducornet es bien conocido de los lectores de “Surrealismo internacional”, aquí tenemos la presentación que de él hace la contraportada de su esperado libro Annandale Blues, y que reproducimos, sobre todo, por llevar una breve reseña a  cargo de Paul Garon, primer experto surrealista, por cierto, en la materia de los blues.
Frente a la idea corriente, no son los blues una música triste, sino una música de afirmación vital, contra los peores vientos y las peores mareas. Una música de resistencia a la opacidad del mundo, y no hay nada más surrealista, porque además sus frutos han sido de infinita belleza, desde que se configuró allá por los años 10 hasta nuestro tiempo, con los discos hoy, por ejemplo, de un Jimmy Dawkins, de un Byther Smith, de un Lil’Ed.
Pero acerquémonos más a estos blues de Annandale. Son unos blues en verdad apasionantes, y llenos de vida. A lo largo de 32 capítulos (más un epílogo), Guy Ducornet nos describe los años inmediatamente anteriores a su viaje a los Estados Unidos y su estancia –año de 1959– en el Bard College de Annandale, con una enloquecida visita en solitario autoestop al deep south del país.
Casi todos los capítulos llevan título de temas musicales, de nombres tan señeros como Duke Ellington, Fats Waller, Jimmy Rushing, Fats Domino, Billie Holiday, Charlie Parker y John Coltrane. Y es que Guy Ducornet es un fan del jazz, incluso tocando él mismo la batería y el saxo alto. En la nota 4 del capítulo 6 aborda las relaciones entre el jazz y el surrealismo, que, como ya he dicho en estas mismas páginas, aún están por abordar de modo profundo y exhaustivo.
En los primeros capítulos, Ducornet se nos retrata al completo, con su gusto por el arte moderno, pero también por dibujar y pintar él mismo (o sea, por la práctica propia, como le ocurría con la música), su interés por la poesía de inconformismo y desafío (Baudelaire, Rimbaud, Jarry, Apollinaire, Prévert), el impacto de Le rivage des Syrtes y de un collage de Max Bucaille que reencontraría y compraría 40 años después, sus “graves deficiencias en matemáticas y deportes colectivos”, su rechazo visceral del fascismo tanto como del estalinismo.
En 1958 celebra en París su primera exposición, no sin un sentimiento de desazón al ver convertidos sus sueños en meros objetos enmarcados formando parte de un enorme mercado. El largo y ancho país del dólar lo atrae, ante todo por el jazz y por el cine, ya que solo allí descubrirá el arte de Gorky y de Cornell, o la cultura popular de Little Nemo, Krazy Kat, Tex Avery y tantos otros.
G.Ducornet,Oblique Shocks,1992,collage
A partir del capítulo 10 ya tenemos a Guy Ducornet en Annandale. El leit-motiv del libro es la cuestión racial, por la que ya se preocupaba en Francia, y que, en toda su complejidad, abordará in situ y a través de la lucidez de su profesor y tutor, Ralph Ellison, de quien nos traza un retrato admirable y admirado.
Como es sabido, Ellison es autor de una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX: El hombre invisible (donde aparece como personaje el genial pianista y vocalista de blues Peetie Wheatstraw, “Gran Sheriff del Infierno” y “Yerno del Diablo”, a quien dedicó un libro definitivo Paul Garon hace ya años) y de un prestigioso volumen de ensayos: Shadow and Act, que incluye páginas memorables sobre la música negra, entre ellas bellos ensayos consagrados a su paisano Charlie Christian, a Jimmy Rushing (de quien era un gran amigo, como de Duke Ellington) y a Charlie Parker. Como el propio Ellison había sido trompetista y componía música, ya eran muchos los puntos de contacto con su joven alumno, que aprenderá mucho de él, estableciéndose una relación que no había podido imaginar, puesto que le hablaba “más como un novelista y un artista creativo que como un profesor”.
En un pasquín de la izquierda obtusa, llamado New Masses, Ducornet leerá con perplejidad comentarios de El hombre invisible acusándolo de tiotomismo. Lo mismo habían dicho de Louis Armstrong, pero el propio Ellison rebatirá los argumentos contra el titán de la trompeta, que nunca dejó de ser un muchacho de Harlem, ni de dirigirse, como lo había hecho toda la vida, a la gente de su raza. Al respecto, hace años anoté yo esta bella declaración suya: “Las personas de los lugares por donde anduve cuando era joven, no tenían, en verdad, muchos estudios. Su educación dejaba mucho que desear, pero eran sinceras. Viví en ese medio y anduve entre esa gente sin que nada malo me ocurriera. Me enseñaron todo cuanto sé, y por eso tengo tanto orgullo de pertenecerles en cuerpo y alma”.
Conocedor de la figura y la obra de Ellison, y habiendo mantenido con él infinidad de conversaciones y de debates, Guy Ducornet, a su regreso a Francia, le dedicará su tesis doctoral, titulándola, muy significativamente, “Ralph Ellison y el concepto de la identidad americana”.

G.Ducornet,Claro de tierra,2004,acrílico/madera
Pero Ducornet quiere sumergirse en el Sur del país, para ver la profundidad del horror racista norteamericano, lo cual va a relatarnos a partir del capítulo 24. Entre quienes lo llevan a dedo, topa, al mando de un ruidoso cacharro, con un auténtico indio seminola de largos cabellos y tatuajes en manos y brazos, como salido del tipi de un western. “Yo tampoco soy americano –le dice al verlo sorprendido–. Soy un seminola de Everglades”. Si el mundo afroamericano ha generado una fabulosa cultura musical, yo creo que no hay absolutamente nada en el mundo que se compare a la sabiduría de las culturas amerindias, en especial del Ártico a las tierras de los tarahumaras y los zapotecas. La presencia amerindia en Annandale Blues es reducida, pero aflora también en una sorpresa: ¡Ralph Ellison, como Breton o Camacho, era coleccionista de muñecas katchina! Cuando Ducornet, a su retorno de su excursión sureña, lo visita en su casa, allí se las encuentra: “inmóviles, siempre jóvenes y vigilantes a su manera serena e infantil, como si sus espíritus estuvieran tranquilamente ocultos en su rincón para inspirar al novelista”. Ducornet le refiere a Ellison el interés de los surrealistas hacia todos los aspectos de las “artes salvajes” y de lo maravilloso, lo que parece agradarle al escritor.
El curso acaba, y Ducornet asiste a las clases de un joven poeta: Donald Finkel, que le habla de Eliot, Pound y Céline, hacia quienes pocas simpatías puede albergar el joven estudiante, y en cambio ni nombra a Lamantia, Ferlinguetti o Charles Olson. Antes, sin duda, el gran Ellison, que estudiaba en su curso a Mark Twain, a William Faulkner, a Hermann Melville.
Este es, sin duda, un libro con swing, o sea un libro con significación, ya que, como es sabido, si no hay swing, nada significa nada. Y el volante lo ha llevado, de cabo a rabo, Guy Ducornet con verdadero arte, como el de nuestro amigo seminola miccosukee que lo trasladó por un trecho de la geografía sureña norteamericana.